Thursday, May 24, 2012

Momento de existir, digo, y empiezo a moverme mientras la clase sigue una lectura en voz alta. Lee una chica y lee como el orto. Eso pienso. Sencillamente como el orto con una voz que se queda en cada palabra como dando vueltas. Es impresionante cómo en los segundos normales en que se lee una palabra ella puede ir y venir sobre las letras como preguntándose si lo que dijo era así o sería de otra forma. Por favor, pienso, decidite. Y yo: momento de existir. Porque de golpe me siento disminuída y qué se yo por qué tengo que no andar sintiéndome disminuída. Quiero ser alta. Quiero ser, bueno. Existencia. Así que me muevo para todas partes. Pienso mantener firme e insistente el movimiento con la lapicera entre los dedos, rápido para crear el efecto de alas y más rápido más rápido hasta que la lapicera, de tubo transparente, deja de verse y sólo se ve la tinta azul como un haz azul y la muevo, insisto y me inclino hacia adelante y hacia atrás y si me volviera loca y me diera un ataque psicótico entonces existiría, sería una loca. Y no sé por qué se me viene a la mente que soy una loca bajita y digo aah... es triste que se me venga a la cabeza esa canción de mierda que no me conmueve y que de hecho me crispa me pone con ganas de decir esos locos bajitos una forrada, si estamos hablando de niños, de nenes, de seres humanos. Seré, seré madre la madre de las inafectivas pienso qué se yo cómo, para construirme aah soy una rabia una maldad pero no, ni siquiera, y eso de ser bajo ser alto lo discuten en una clase sobre subjetivemas y me doy cuenta que según la línea trazada en el pizarrón yo soy normal, ni siquiera bajita, ni siquiera alta y por suerte, (por suerte), puedo descargar mi rabia toqueteando los zapatos de una vidriera, más tarde, cuando salgo de las clases. Manoseando zapatos hasta que un zapatero me dice que las cosas de la vidriera no se tocan entonces empiezo a señalarle uno por uno los zapatos y a preguntarle precios y el tipo no los sabe (ah viste?), (y, pero al cliente hay que atenderlo, qué va a ser) , decime, y este, y este y este y este y el tipo sale a la calle para mirar los precios y me los va cantando y le pido algunos talle 37 y cuando me miro al espejo con un modelo en cada pie, y luego otros, y otros, juego a ser más alta, más enana, más alta, un poco más, otro poco menos. Me gustan los zapatos pero no compro ninguno.
Desde que cambié, y esto fue hace más de 80 horas, hago cosas como estar sentada muchas horas en la silla de mi papá. Una silla alta que mi vieja compró en una casa de compraventa y que restauró en verano porque mi papá se quejaba de que no le quedaban cómodos los respaldos de las sillas de la cocina para mirar la tele.
Me quedo sentada muchas horas, y cuando llego a casa y no hay nadie, pienso que no me movería nunca más. Aunque también se me dio por lavar los platos y lustrar los muebles. Para eso, prendo la computadora vieja, que está conectada a unos parlantes con bajos que suenan fuerte, y pongo los beastie boys.
Y desde que cambié, tengo ganas de escribir y no lo hago, porque no tengo tiempo. Porque mi nueva vida es para los quehaceres. Este fin de semana, por ejemplo, me voy a dedicar a arrancar todo de la pared y a aprenderme los poemas de Catulo y de Horacio. En el fondo, yo quiero esto. Y dejar de responderle a ciertas personas, cuando lo que les respondería sería un aullido, o un gruñido. Si pudiera subirme a sus ventanas, tiraría las macetas, y haría un círculo con mi aliento sobre el vidrio, donde dibujaría algo , lo más feo que pudiera. Pero sé que no corresponde. Tampoco corresponde estar en la ventana de otro, mucho menos pensar cuánto me dolería (y si me dolería) morir por tirarme desde lo alto.
No parece simple, digo, es simple. Adios a los hábitos (u hola a ellos, novicia!). Es simple, soy un témpano, no puedo ir al cine (lo siento mucho, no puedo ir al cine esta noche con vos, ni puedo tomar alcohol porque tomo antibióticos contra las posibles infecciones contraídas durante qué se yo... toda la vida), y no puedo besar (porque tengo que reflexionar sobre eso). Y lo pienso en la silla de mi papá. Lo incómodo (pero también, lo conveniente) es que no puedo sentarme chinito, porque la silla tiene brazos. Debería decir (sería correcto decir) que más bien es un sillón. Un sillón de madera, al que ahora le puse un almohadón de plumas, de los que tengo en el living, porque ya hace demasiado que estoy acá, sentada, quieta, en el orden perfecto. Sólo debería enjuagar mi taza de café.
Y después de hacerlo. Pienso en la perfección. Me quedo pensando en la perfección y no puedo más que pensar en una p, en una e, en una r... es las dos cc de que la perfección es algo grave. Me imagino a dios como un hombre blanco con barbas arremolinadas que son las nubes. Y chicas altas en la pasarela. No me convence. Pero es perfecto cómo no hay más ruido que el sonido perfecto de la aguja del reloj. Pienso que es mínimo, justo, tan simple. Pero entonces llegan a casa. Mis hermanas prenden el televisor y yo me estiro, desde la silla, para alcanzar el control remoto y apagarlo. Y mi papá me mira. Porque estoy en su silla. Antes que diga algo pienso en el almohadón de plumas que le agregué. Plumas, una p, una l después. Plumas de pájaros, de qué pájaros, de qué animales muertos, de... Papá está ahí y con voz grave me dice que qué estoy haciendo ahí, que mis gatos se mearon en el garage.